El grupo estaba conformado por ocho integrantes: Pablo, La Pepo, El Galo, Drippy, Copita, el Negro, yo y??Germán. Explico la razón de los puntos suspensivos. Germán era un paracaidista en la banda. No era del barrio, no jugaba al fútbol con nosotros, no concurría a los mismos colegios y tampoco compartía las salidas sabatinas. Una tarde subió los escalones de la Popular Este y se arrimó a nuestro espacio, nuestra parcela sin límites visibles (todos los hinchas la tienen. La nuestra era arriba, a la derecha y cerquita de la barra) y ahí se estacionó a observar el partido. Repitió la rutina durante varias fechas. Quizás en alguna oportunidad alguien le consultó la hora, el nombre del referí u otra boludez y el tipo quedó definitivamente anclado a esa comunidad de amigos, fieles seguidores de Vélez desde mediados de los 70.
Germán era flaco, alto y de pelo enrulado. Era además un fanático distinto, extraño, raro, enigmático, introvertido y reservado. Llegaba a la cancha con el pitazo arbitral inicial y contemplaba el encuentro con los brazos en jarra, concentrado y atento al trámite. No puteaba, no cantaba y apenas balbuceaba los goles cerrando los puños. En los entretiempos compraba una bolsa de ?manises?, convidaba y dosificaba con rigurosidad su análisis del desarrollo de la primera etapa. Tras el silbato final nos acompañaba hasta las vías de Barragán, soltaba un ?Nos vemos?y encaraba para la Estación Liniers, donde esperaba el tren para regresar a su casa en Ramos Mejía.
Un día de marzo de 1985 de manera misteriosa se esfumó, desapareció. El Galo preguntaba ¿Le habrá pasado algo? ¿Se habrá mudado? ¿Se habrá enojado? Solo sabíamos su nombre. Ni un dato más.
Resucitó en el 90. Novias represoras, siestas remediadoras de resacas y laburos gastronómicos habían diezmado la tropa. Firmes quedábamos dos: el Negro y yo. Como si hubiéramos dormido juntos todo ese lustro apenas esbozó un ?¿Que tal muchachos?? y se dedicó el primer tiempo a mirar el partido como siempre, sin distracciones. El descanso sirvió para investigar los motivos de su larga ausencia. Había comenzado su carrera universitaria en Filosofía y Letras y asistía a talleres literarios para mejorar la calidad de su escritura. Germán volvió al Amalfitani la esplendorosa tarde en la que brilló un ?notable? atacante de apellido Minotto.
Juan Carlos Minotto nació un 19 de diciembre de 1965 en Mendoza. Surgido del Gutiérrez Sport Club, el ?Gringo? paseó con dignidad sus cualidades por Independiente Rivadavia (donde fue emblema y se coronó campeón en varias ocasiones) y Godoy Cruz. Se incorporó a Vélez para el Apertura del 90 por expresa sugerencia de su coterráneo, el entrenador Roberto Rogel. En aquella época no existían la Web, ni Google, ni Wikipedia, ni los teléfonos celulares. De milagro se podía encontrar alguna escueta información en la revista ?Solo Fútbol?, de lo contrario, lo más barato para averiguar sobre sus antecedentes era tomarse un bus a Mendoza y consultarle a algún lugareño. Conclusión: las referencias sobre las virtudes o defectos de Minotto eran similares a las que se podían obtener sobre el centrodelantero del seleccionado de Sri Lanka.
El 9 de septiembre de 1990, cuando promediaba la segunda etapa, el técnico dispuso el ingreso del ariete cuyano en reemplazo de un desteñido Sergio Zárate. En el puñado de minutos que estuvo en cancha, Minotto exhibió una enorme batería de recursos efectivos que incluyó desbordes, centros, diagonales y remates al arco. Tuneado con los atributos de un René Houseman; el wing- punzante, encarador y potente- despatarró a los defensores rivales (que no lo conocían) con su velocidad y sus gambetas, y su sobresaliente producción posibilitó que el equipo igualara milagrosamente el cotejo sobre la agonía, con anotaciones de Mario Lucca y Esteban González. El hincha, deslumbrado por semejante actuación, apeló a una fórmula tradicional futbolera (tres pases bien=un fenómeno, un crack; 3 entregas incorrectas=un desastre) y creyó estar en presencia de un portento a quien despidió del terreno de juego bajo el cobijo de un amor precoz. El primer guiño del simpatizante- quien sobrevaluó la perfomance- lo instaló en el bronce o al nivel de un ciudadano ilustre. El Gringo encaró hacia las duchas arropado en una ovación y envuelto en el placentero canto de?Minotto/Minotto?. Estábamos en presencia de un prodigio, lo canonizamos, y los feligreses le rendimos culto en nuestro templo como lo merecía.
Salimos del Amalfitani por Reservistas en dirección a Rivadavia. Los ecos sobre la resonante faena del mendocino retumbaban como un tambor batiente y patrullaban el camino de regreso a casa. El Negro abundaba en elogios, yo callaba y escuchaba, Germán también. Apenas cruzamos por debajo de la autopista, nuestro tímido amigo, extraño en él, inició una compleja y enmarañada alocución en la que hizo gala de un lenguaje florido y poético atiborrado de metáforas y alegorías, no usual en el fútbol, aprendido en sus cursos de literatura. Locuaz, tal vez mareado por los fulgores aportados por Minotto, emitió un diagnostico apresurado sobre sus virtudes, un entramado de palabras cargado de alabanzas: ?Cuesta entender como los reclutadores de talentos que pululan en el interior del país no hayan reparado con anterioridad en las destrezas de este eximio futbolista. La tierra del buen sol y del buen vino nos regala esta figura que encarna la quintaesencia de los rasgos valorados en la épica deportiva. El vuelo onírico de este pequeño fenómeno nos conduce a otra batalla sobre un paraíso donde los rivales serán meros espectadores de sus hazañas. Sus fintas y sus regates debilitan a los demonios de la derrota. El, con sus pinceladas de talento, filetea una obra artística sobre las bandas. Los crepúsculos arden al ritmo de sus piques briosos en la energía subceleste. Su genio nos remite a las centellas metálicas que subyacen en el alma? (sic) ¡Carajo! ¡Pavada de discurso! ¡La envidia de Benedetti y Neruda!
Transpuesto el cruce a nivel de Barragán nos separamos. Germán saludó con un breve ?Chau, hasta la próxima? y encaró para el oeste; el Negro y yo nos dirigimos hacia la ex Tellier. Cuando Germán estaba lo suficientemente alejado, el Negro, cuyas lecturas de cabecera eran su colección de revistas porno, las ?Locuras de Isidoro? y Condorito; me palmeó la espalda, me miró fijo y afirmó preocupado ?Está limado el pobre cristiano. Yo no le entendí un mie?da?. Me encogí de hombros, no corroboré su afirmación aunque la compartía y lo despedí en la intersección de Rivadavia y Murguiondo.
Germán volvió a desaparecer del Amalfitani unas cuantas fechas. Lo mismo sucedió con Minotto, se eclipsó. Aquel islote de brillantez era un borroso recuerdo. Sus espasmódicos ingresos carecían de gravitación y el público ya no coreaba el himno: ?Che Rogel/che Rogel/ dejate de joder/ponelo a Minotto/ que lo queremos ver?. Su destino estaba sellado. El bajo y morrudo punta completó en Liniers apenas 13 encuentros con un tanto, convertido en un empate ante Huracán. El 9 de junio de 1991 jugó su último partido con la camiseta de Vélez en el marco de un reparto de unidades frente a Unión de Santa Fe (2 a 2) y dio las hurras (o se las dieron). Su posterior derrotero futbolístico, discreto, registra un paso aceptable por el San Martín tucumano que ascendió a la máxima categoría en la temporada 92, y un regreso a su terruño natal para alojarse en las filas de entidades locales. En la actualidad trabaja como técnico en las divisiones menores de Independiente Rivadavia.
Germán reapareció en la jornada anterior a su despedida. Conservaba el repertorio de términos rebuscados y la locuacidad poética. A sus estudios de filosofía y sus asistencias a talleres literarios le había sumado una viciosa adicción a cursos teatrales. Se paró como siempre en los escalones de cemento y observó el cotejo con su acostumbrada concentración. Sabía de la merma de los rendimientos del mendocino, que el aura de aquel glorioso debut se había difuminado y que su crédito se había extinguido. De hecho, cada intervención del puntero alteraba los nervios y los humores de la parcialidad velezana. Esa fugaz fantasía, ese espejismo inaugural había mutado en una espesa bruma.
La secuencia de meses atrás se reiteró. Germán, el Negro y yo caminando por Reservistas Argentinos. Esta vez mudos. La voz de Germán rompió ese silencio. Su exagerada presencia en cursos y talleres, barrunto, había afectado su memoria y no recordaba lo expresado poco tiempo atrás. Tomó la palabra y arrancó una alocución muy distante en tenor lingüístico a la anterior. Fastidiado y exaltado, giró la perilla del volumen, clavó al tope los decibeles y despellejó al humilde delantero de Cuyo ?¿Quién fue el reverendo hijo de mil p?ta que trajo a este mamarracho? ¡Por eso no vengo a la cancha! Quiero salir campeón y con estos refuerzos vamos a dar la vuelta el año del orto. Me tienen los huevos llenos los Minotto, los Cortina Durá, los Durso, los Fonseca Gómez, los Magán y los Ruffini. ¡Venir es perder el tiempo! Se van todos a la p...ta madre que los parió?. Encendido, en llamas, al llegar a la barrera agitó las dos manos y se rajó corriendo para Ramos. El Negro me miró y me apuntó ?Hoy fue más claro. Hoy le entendí todo?. El hincha y su pasión sin razón nunca mueren.
La mención de Ruffini me obliga a un derrape en el relato. Marcelo Ruffini nació en Buenos aires un 6 de abril de 1965. Procedente de Almirante Brown, el delantero, apodado ?El Chacarero?, se unió al plantel profesional de Vélez en 1988. Su estreno oficial se produjo el 18 de septiembre del mismo año (gracias Osvaldo Rao), día en el que nuestro representativo cayó como local ante Platense por 2 a 1. Envuelto en la mediocridad, el extremo izquierdo fue otro muerto en el ropero que disputó cuatro partidos sin marcar goles. Balance negativo. Su figura se agigantó en los torneos de ascenso donde logró, merced a su olfato goleador y su entrega, la estatura de otros bastiones de la segunda categoría como Bazán Vera, Czornomaz, Pascutti o Horvath. Es un prócer ineludible en la historia de la entidad de Isidro Casanova y de Deportivo Laferrere y su prontuario se nutre de estadías en Unión, Aldosivi, San Telmo, Chacarita y Platense. Hay un sólido argumento que explica su raquítica foja de servicios en nuestra institución. Cuenta la leyenda que Ruffini, oriundo de Cañuelas, acudía a los entrenamientos diarios de una manera poco convencional: Salía de su morada montado en un caballo, recorría unos kms, y lo ataba a un palenque en la estación Ezeiza. Allí se subía al tren e iniciaba el tramo más penoso del trayecto para arribar al Polideportivo. Tomaba dos lanchas y cinco bondis. Cuando llegaba al Club era una piltrafa, estaba hecho mierda y no rendía de acuerdo a sus posibilidades. Ni hablar de cuando se desarrollaban jornadas de doble turno. El tipo retornaba a su hogar a la medianoche, abría la puerta, cuchareaba la sopa, le daba un beso a su señora y volvía a montar el alazán para emprender el viaje rumbo a la práctica matutina. El recorrido le demandaba cinco horas de ida y cinco de vuelta. Una muestra gratis de sacrificio y constancia en pos de un objetivo. Un ejemplo a imitar para los quejosos contemporáneos.
Germán se borró de la canchas durante un prolongado lapso. El Negro también se fugó? pero detrás de una pollera tucumana. Me dejaron solo.
Volví a ver a Germán en un crepúsculo de junio de 1996. Salí de la Popular Este (la mudanza de tribuna se produjo en el 92) y en plena marcha por Barragán una silueta resaltaba y era objeto de las miradas de la muchedumbre. Pantalón de bambula blanco exageradamente ceñido al cuerpo, camisola al tono y el cabello teñido de rubio y sujetado por una vincha con nuestros colores. Era el Maestro Amor versión velezana. Su caminar era ondulante e insinuante. Movía sus caderas de manera provocadora. Lo quise esquivar. Lo reconozco. Mi comportamiento no fue digno. Aceleré el paso, me mezclé entre el gentío con la pretensión de mimetizarme pero no pude gambetear el grito ?Gallego, Gallego?. Me hice el boludo al primer alarido, imposible evitar el segundo.
Me di vuelta y se me vino encima dando cuatro saltos tipo bambi. Cuando alcanzó mi posición me abrazó y me dio un beso. La imagen fue una postal del final de una telenovela o de una publicidad de desodorante en una playa. En medio del millar de socios y simpatizantes sentí el mismo calor que siente un lechón navideño en un horno de panadería. Me quemó, me incendió. En un segundo carbonizó mi prestigio varonil.
Pensé que el vía crucis duraría hasta el semáforo de la Avda Rivadavia. Presunción errónea. Al cruzar la barrera me agarró del hombro y me invitó ?Vamos al barcito a tomar algo?. No era suficiente la chamuscada ante los hinchas, ahora faltaba el barrio.
Entramos juntos al bar localizado entre Leguizamon y Tellier. Coco, el dueño, que me conocía de pibe y era vecino de mis viejos, parado detrás de la barra, frunció el entrecejo, abrió grande sus ojos, meneó la cabeza de un lado al otro y se mordió los labios en señal de desconcierto. Al día siguiente se enteraban de la noticia hasta en Mataderos. Germán se sentó en una mesa frente a mi, cruzó las piernas, pidió una menta (yo una cerveza) y arrancó un monólogo. El boliche estaba repleto. Su timbre de voz era una mezcla de los agudos de Oggi Junco con los de Flavio Mendoza. Los parroquianos lo observaban, nos observaban, boquiabiertos. En cada punto final de un párrafo-cuando colocaba la sangría- estiraba su mano derecha haciendo una pausa, la apoyaba sobre mi mano izquierda y lanzaba un interminable y sonoro suspiro. En su disertación de una hora y media contó, siempre acompañado por una infinita variedad de gestos ampulosos, que se dedicaba a la decoración de interiores y continuaba con sus estudios de literatura y sus actuaciones en teatros under. También confesó su fanatismo pro Madonna y Marilyn Monroe. Durante su parlamento siempre apeló a una verba no coloquial, sino adornada y pletórica de términos rebuscados.
Pagó la cuenta, me agarró de la cintura como si fuera su novia y enfilamos a la calle. Coco seguía asombrado meneando la cabeza como los perritos que pegamos en el tablero del auto. Parados en la vereda se detuvo un 96 lleno de muñecos que venían desde La Matanza. Alguien lanzó un insulto irreproducible. Un gordito de gafas fue a cambiarse los lentes como en Puerto Pollensa la canción de Marilina Ross. Germán me dio su tarjeta personal ?German Pizzella-decorador de interiores?, me avisó de su nueva dirección en Belgrano y blanqueó lo blanco ?Si precisás algo llamame. Si no estoy dejale un mensaje a mi pareja: Rodolfo?. Anotó mi numero telefónico y carente de prurito o pudor-esta vez en plena Rivadavia- me abrazó, me dio otro beso y me descerrajó ?Gallego te extrañé mucho?. Giró y se fue. De repente hizo gala de su oficio actoral, de sus dotes histriónicas, y trocó su timbre de voz Oggi Junco por el tono de ultratumba de Aliverti y me interrogó:
-Che, ¿En quince días jugamos con los bosteros?
-Si, acá, y le señalé con el índice el Amalfitani.
-Bueno, entonces nos vemos. Tengo unas ganas tremendas de romperle el c...lo a esos p...tos.
Lo abracé y le di un beso. Cambia, todo cambia y se transforma? pero el hincha nunca muere.
Gabriel Martínez.